jueves, 7 de abril de 2016

MUJERES. Blanca Inés Velásquez.


MUJERES










Hoy la encuentro distraída, es extraño verla así, porque a ella le encanta demostrar que sus sesenta y cinco años no le impiden nada, que como en su tiempo juventud ella puede colaborarle a quien lo requiera, entonces siempre tiene una sonrisa en su rostro y es muy atenta con todos; le gusta que la acompañen para recordar los buenos momentos de su vida y relatarlos a quien está a su lado. Pero hoy, hoy ella está distante, quizás porque acaba de enterarse que una de sus hijas, Ana, tuvo un amor clandestino, de esos que la sociedad prohíbe, pero el corazón no discrimina .Ella lo sabe bien.

Ana está muy confundida, apenada y su corazón está hecho trizas; era la primera vez que aceptaba salir con un hombre casado y si algo salía mal, sabía que iba a ser recriminada, porque en cuestiones de amor la sociedad usualmente le atribuye la culpa a la mujer, antes que a la pareja; de eso estaba segura, pero su corazón se encontraba enamorado y su cuerpo sólo quería sentir el de él. Ana le contaba a su madre que se había alejado de Carlos, su antigua pareja, con quien llevaba años de relación, para evitar inconvenientes que de pronto pasaran a mayores, y como dice ella, Dios no lo quiera, se presentara la muerte cuando aún no era bienvenida.

Pero el sufrimiento estaba acaparando a Ana, no por el amor que le tenía a Juan, su amante. Si no, por el dolor que sentía al no comprender por qué el hombre que ella amaba tanto, con quien soñaba una vida, ahora estaba negando al hijo que ella llevaba en sus entrañas. El hijo que ambos habían hecho con amor del bueno.

Precisamente ocurrió lo que ella temía, cuando Juan se enteró del embarazo, le dijo que se olvidara de él, porque ella sabía desde hace tiempo que él estaba comprometido ante Dios y la sociedad con su esposa, y no iba a permitir que el honor de su mujer fuera pisoteado por un desliz que ella había provocado. Aparte, el hecho que Ana estuviera embarazada, era un inconveniente para la carrera política de Juan y precisamente estaban en elecciones. Él que tanto apoyaba a las familias y oraba en los cultos para que ninguna se acabara por falta de amor, no iba a dejar la suya, no en elecciones, no iba a perder esos discursos sin saliva con su mujer al lado. Si en este momento se descubría lo de Ana, podrían catalogarlo como lo que era: un hombre falso, de dos caras, que jugó con el amor de dos mujeres que al parecer estaban enamoradas de una sombra que no lo representaba.

Ana no sabía qué hacer y tenía un nudo en la garganta porque no era capaz de contarle ni a sus mejores amigas lo que le estaba sucediendo, pues tenía miedo y vergüenza de ser señalada, de parecer una ilusa en el amor cuando ella siempre había sido tan sagaz, de haber sido humillada por el hombre que ella amaba y además desprestigiada por perturbar el amor de un hogar; Ana tenía miedo de criar a su hijo sola, cuando ella había sido criada en una familia a su parecer perfecta, tradicional, así como ella lo esperaba para su ascendencia , estaba frustrada. Ana incluso le rogó a Juan que así no estuviera con ella, quisiera mucho a su hijo porque al fin y al cabo era de los dos. Pero él se negó, le dijo que no lo buscara jamás, que para él, eso que ella llevaba en el vientre, no era más que un bastardo que no merecía ninguno de sus cuidados y mucho menos su apellido; que él hacía esto por el bien de ella, para que aprendiera a sacar de la trampa un buen pedazo de queso, sin que se le quedara la mano prensada.

Así que ella fue en busca de su madre. En otras circunstancias, nunca hubiera sido capaz de confesarle algo parecido, porque su mamá era muy católica y además había logrado mantener junto a su esposo un matrimonio hermoso con siete hijos, producto de su eterno amor. O al menos esto era lo que Ana tenía presente; sin embargo la visitó porque necesitaba desahogar sus penas con alguien confiable, entonces decidió confesarlo todo a los pies de su madre, la señora Inés.

En ese momento llegué a la casa de doña Inés, yo estaba en busca de una de esas historias de amor que a ella le gusta contarme. De esas historia dulces, donde uno empieza a pensar en la eternidad de un sentimiento, en donde se recrean todos esos cuentos de príncipes y princesas que nos narraban cuando éramos pequeños, donde todos terminaban felices y comiendo perdices.

Pero hoy la señora Inés, estaba distante, su mirada se veía opaca y la sonrisa se había difuminado de su rostro, pronto me di cuenta que recordaba algún momento de la vida, porque empezó a decirnos que nos contaría un secreto que provenía del cajón de recuerdos más escondido de su existencia, siempre se reservó de decirlo por consejo de un sacerdote, quien le recomendó llevarlo a la tumba. Pero hoy, iba ser el día en el cual la verdad se revelaría; ella no quería que a Ana le pasara lo mismo y ese tapado le arruinara la tranquilidad de su vida. Hoy, ella no soportó ver a su hija llorando por no haber sido capaz de formar una familia intachable, como la que supuestamente ella tuvo.

Al parecer, a la doña le avergüenza este tema, y tal vez yo llegué en un momento inoportuno, pero a pesar de mi presencia, ella hizo la confesión del supuesto pecado tan grave que la carcomía, ella nunca se había atrevido a hablar de éste, porque temía ser rechazada, ella había vivido el mismo temor que Ana tenía en este momento. Miró fijamente a su hija, también me miró a mí, nos abrazó, tomó la mano de Ana con gran fuerza y nos dijo que a pesar de sentir culpa por haber pecado contra la voluntad de Dios, ella no iba a arrepentirse de haber amado como ella amó, y que tampoco ella debía sentirse avergonzada por lo que el mundo dijera de ella.

Ana y yo estábamos a la expectativa, y pronto tras sollozos ella empezó a olvidar sus problemas y a escuchar a su madre. Lo primero que ella le dijo fue: Nuestra familia no es como siempre se ha pintado; me apena confesarle esto Anita, sobre todo después de tantos años…,Jorge siempre ha dudado respecto a su paternidad, ¿no es verdad?, él se lo ha dicho una que otra vez, en alguna discusión; el trato que él tiene con usted es algo diferente, sin embargo, siempre la ha querido mucho, pero…él tiene la razón, su papá es el señor Pablo, ¿lo recuerda?, el señor que manejaba el camión rojo, el de la esquina, él murió cuanto usted tenía doce, recuerde que su hermano mayor, el único que me había descubierto, la llevó al velorio.

Entonces Ana y yo quedamos en shock; nunca me hubiera imaginado algo por el estilo, porque Inés y Jorge se veían tan unidos que parecía que siempre se habían amado, pero estaba equivocada y tal vez, como parte de la sociedad que soy, estaba pensando en lo mal que había actuado Inés con Jorge, porque para mí Jorge siempre había sido intachable, pero claro, a pesar de la confianza y la amistad de tantos años, yo sólo los conocía de puertas para afuera. Ahora entendía lo que la señora nos decía, hay amores que la sociedad prohíbe, pero el corazón no discrimina.

Ana no sabía que decir, ella había escuchado uno que otro comentario al respecto, pero siempre lo olvidaba, lo tomaba como una de esas bromas pesadas que sus hermanos solían hacer; pero ahora, todo era diferente, su concepto de familia se estaba desmoronando. Entonces preguntó: madre, y si tú lo amabas tanto como para engañar al que ha sido mi padre todo este tiempo, por qué no te fuiste con él?, ella le respondió:  Ana, yo ya tenía cuatro hijos más, y  además Pablo nunca tuvo una estabilidad, ni emocional, ni económica; él me amaba, de eso no tengo duda y a usted también, pero nunca pudo dejar sus vicios y yo no podía arriesgarme a darle una mala vida a mis ustedes, él prefirió otras cosas y se fue alejando de nosotras. Ana, todo esto que le cuento, no es más si no para asegurarle, que a esa criatura que usted lleva en su vientre, no le va a faltar nada, y usted no necesita que el desgraciado de Juan desprecie al bebé, ni a usted.

Las lágrimas se cruzaron, los abrazos eran tan fuertes que llegaban al alma y la madre siguió hablándole con ternura: Ana, usted amó igual que yo; no lo vea como un error, amar no es un crimen aunque muchas veces sea recriminado. Ahora, ponga su frente en alto y no llore, porque al igual que usted, esa criatura va a estar bendecida, no le faltara nada, usted tiene mi apoyo, porque finalmente ese chiquillo es el fruto de su amor.

Yo abracé a Ana, le dije que podía contar con todo mi apoyo, y que su madre estaba hablando con sabiduría: el bebé que ahora se formaba en su vientre no era un desprestigio para su vida, sino su apoyo incondicional y que su unión no permitirían que esos prejuicios sociales que desprestigian las familias afectaran sus vidas. Ana y su madre lloraron por mucho tiempo. Ana comprendió a su madre, la disculpó por no contarle antes, y luego de una larga conversación, sus ojos estaban tan pesados por las lágrimas que habían derramado que se adormecieron; pronto empezaron a  mezclar sus sollozos con sus sueños de amor, con sus sueños de mujer.




Blanca Inés Velásquez Castañeda.